Crónica de una nariz rota con Señora

El golpe que se había dado con la puerta lo llevó al Hospital. Tras la admisión en Urgencias, esperaba con una bolsa de hielo en la cara. Se había sentado en una de esas sillas.  Esas mismas que en algunos sitios son  amarillas, en otros color beige y en otros marrón chocolate. El asiento de plástico suele estar atornillado a una barra de hierro cromado y, al sentarse, produce un balanceo que te acompaña durante todas las horas que permaneces en la sala de espera. Allí estaba Mateo, con su golpe en la cara y con la nariz probablemente rota. Esperaba a las placas mientras una señora de unos sesenta años no dejaba de hablarle de una sobrina suya, muy lista, que estudia para Notario en una residencia muy cara, que bastante esfuerzo han hecho sus padres trabajando toda la vida para que la nena pueda tener oportunidades. No como su hermano, claro, que siempre fue un bala perdida y que no ha hecho otra cosa más que  dar disgustos, también a ella, que las tías ya sabemos que no están para criar pero estar, estamos.

En esas andaba Mateo, medio anestesiado por la escasez de oxígeno que traspasaba su nariz y por las palabras de la señora que no callaba y que andaba ya por el capítulo del ahora ya no son las cosas como antes. Comenzó a quedarse dormido, dejando la boca abierta para poder respirar y, como fuera que oía a la señora cada vez más lejos, sintió de pronto un dolor en el costado que le hizo recuperar la consciencia por completo. Era la señora, que le había propinado un codazo, llamándole la atención.

-Que se duerme Usted, oiga. Y le estoy hablando. Vamos, por Dios.

Mateo no se lo podía creer. Quiso decirle que le dejara en paz pero no hacía más que tragar sangre, el pobre, proveniente de su nariz, rota y congestionada. Para colmo, el codazo había ido a parar a la costilla que se golpeó la semana pasada al caer de la bici. La señora seguía hablando, porque se había pasado mucho hambre en la guerra, bueno, al terminar la guerra . Y lo malos que eran los rojos, en su zona, claro, porque en la de su prima Felisa, los nacionales se lo llevaban todo cada dos por tres. Menos mal que ahora las cosas eran diferentes y así la juventud podía buscarse un futuro, como su sobrina, que el año que viene estará de Notario, a ver si con suerte y si Dios quiere en alguna capital. A ella le gustaría Barcelona o Madrid o Santiago o Sevilla. Que sea bonita porque así seguro que a la primera que invita es a su tía, que la quiere tanto.

Mateo luchaba como un titán para no quedarse dormido. Sabía que lo de las placas iba para rato y no deseaba otro codazo del central mamporrero que tenía secuestrada a la que parecía una dulce señora. Lo de la guerra y la Notario era insoportable así que tomó aire y dijo:

-¿Y por qué está Usted aquí, Señora?

Sabía que tendría para unas cuatro horas si preguntaba aquello, aunque sospechaba que sería infinitamente mejor que aguantar los golpes en el pecho que esa mujer se daba cuando hablaba de su sobrina, la Notario, que lo mismo andaba la pobre todo el día estudiando, que lo mismo no y se había echado un novio de esos que quitan el hipo y andaban de viaje por la Patagonia o haciendo la ruta 66, a la aventura y lejos de esta señora tan insistente.

-Ay, hijo. Bueno, que es un decir, que yo no he tenido hijos, ni para mí los quisiera porque yo ya no sería la misma pero bueno, eso ya es otra cosa. El caso es que esta mañana me he despertado con una poquita angustia y, claro, como estoy sola y nadie está pendiente de mí, me he venido a las siete de la mañana y aquí estamos, esperando a los análisis, que me da a mí que no me los quieren hacer porque me ha atendido un médico joven que dice que no tengo nada y lo que pasa es que ya los ponen sin saber. Tanta gente joven y los demás, hala, ya no servimos. Menos algunos, claro.

A Mateo ya le lloraban los ojos y se ahogaba. Se había quedado sin pañuelos y el servicio quedaba al fondo de la sala. Imposible levantarse a por papel, si es que había, claro. Con esto de la crisis, existía escasez de papel en los servicios, precisamente para generar sensación de escasez. La señora le ofreció un kleenex doblado y siguió hablando.

-Estoy mal de la vesícula y tengo un poquito de azúcar, pero poco solo, que me cuido y mucho. Ya ve Usted que, para mis años, tengo un tipo que ya muchas lo quisieran para ellas. Lo único, que también padezco de una poca artrosis en las manos y, claro, cocinar tampoco me va bien ya pero me apaño. En fin, hijo, que tengo de todo. Ahora eso sí, la angustia es lo que llevo fatal. Es que me ahogo ahora mismo, ay, que me falta el aire que no puedo ni hablar con Usted. Qué mala estoy. Es que no puedo.

Mateo hizo el ademán de levantarse pero sus pulmones ya estaban colapsados. Había dejado de respirar mientras escuchaba el relato de la señora. Unos minutos antes quiso escapar, ya sin miedo al codazo, pero ella lo agarró del brazo volviéndolo a sentar en esa silla de plástico, quedando atrapado en ella definitivamente. Mateo emitió un último estertor al tiempo que sus pulmones dejaban de funcionar, deslizando su cuerpo a través de la silla. Se quedó inmóvil en el suelo, con los ojos entornados. Falleció de la peor manera posible, mientras oía decir a la señora

-Enfermero, me ahogo, ¡ay qué angustia tengo! ¡Enfermero, enfermero!

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