Para cuando, sobre la repisa de la chimenea hay más fotos de muertos que de vivos, toca ir pensando en dar la segunda vuelta más despacio y fijarse detenidamente en lo que hay más allá de las orillas de un camino por el que uno ya transita desde que tiene memoria.
Te das cuenta un día, mientras te agachas para echar otro ceporro a la lumbre. En ese «ay» que te dan los años y que sale cuando menos lo esperas, al sentarte, al levantarte, al recordar o al despertar de esos sueños que ahora parecen, ya sí, totalmente inalcanzables.
Atizas bien el fuego mientras piensas en ello y te incorporas con energía (moderada) para comprobarlo de nuevo. Sí. Ahí está padre (qué joven se murió). Y la abuela (casi nos entierra a sus ciento y pico años). Y de paso te acuerdas del resto mientras aceleras la progresión hasta que paras de contar. No porque hayas llegado al final de la lista, sino porque son demasiados y tal vez, sólo tal vez, tu número esté cerca. Para qué vas a pensar ¿o sí? Mejor no.
Ya sentado, viendo como despabilan las llamas, a golpe de otro «ay» agarras el té y vuelves a mirar. Allí están, colocados en línea, dejando hueco para los retratos de los nietos y de los sobrinos, que buena falta hacían para que la chimenea estuviera más animada. Lo nuevo y lo viejo, que se juntan al calor del hogar. Y tú, en medio, pidiendo calma. Con ganas de seguir mirando los retratos de la repisa ¡Por muchos años, madre!