Juan quiere subir a su escalera. Decidido, lo hace. Cuando está arriba, tiembla. Su cuerpo se tambalea. Le gusta lo que ve, pero está incómodo. Así que baja. Ya en el primer peldaño, se siente seguro aunque no puede ver como antes. Quiere subir de nuevo, por lo que arremete con fuerza. A medio camino piensa que ya sabe lo que ocurrirá cuando esté en lo alto, como conoce lo que experimentará al volver abajo. Se detiene para contener la rabia. Entonces, inmóvil, apretando los puños, se pregunta por qué tuvo que comprar una maldita escalera. Inmediatamente, encuentra la respuesta. Porque todo el mundo tiene una. Y Juan no iba a ser menos. Ni más.