Era la primera vez que Anselmo pisaba el ayuntamiento. Se había imaginado otra cosa, a tenor del aspecto exterior del edificio en el que este radicaba, así que tuvo, otra vez, esa sensación de engaño. Tal vez los supuestos majestuosos salones se reservaban para los dirigentes, quiso pensar. Lo que estaba claro es que, tras la espléndida fachada modernista de finales del XIX, se ocultaban múltiples galerías y cubículos prefabricados, en los cuales se desempeñaba todo el trabajo administrativo de la corporación local.
Debía dirigirse a la sección de contratos menores y preguntar por Israel, con quien había intercambiado, apenas, unas palabras por teléfono. Firmaría tres copias del mismo documento y, por fin, Anselmo tendría su primer trabajo, a los diecisiete años de edad. Durante unas horas, sería el mismísimo Rey Gaspar y cientos de niños lo verían desfilar, coreando su nombre al tiempo que él los saludaba, sentado en su carroza. Sería divertido, aunque debía ceñirse a las instrucciones que aparecían en la «Guía del Rey Mago» que el mismo Israel le proporcionó esa mañana.
Anselmo cumplió a la perfección con el encargo. Al término del desfile, unos funcionarios del ayuntamiento lo aguardaban en la nave a la que llegó, finalmente, la carroza. De pronto, nuevamente esa sensación de engaño al cerrarse las puertas y sobrevenir un gélido silencio. Tres calles más atrás, aún podía escucharse el bullicio y la ilusión. Puso los pies en el suelo y recibió un sobre de manos de un operario. Su nombre estaba escrito en él y, dentro, el salario acordado. Estuvo tentado de preguntar por la factura, pero prefirió no volver a experimentar esa sensación de engaño nuevamente.
El intenso ajetreo que se dio cita en la nave motivó que Anselmo se marchara sin que nadie reparara en la devolución de su atuendo. Ni siquiera él mismo lo hizo. Salió por la puerta auxiliar, aún vestido de Gaspar, y puso rumbo a casa. Fue, aproximadamente, a mitad de camino cuando, tras escuchar las mofas de unos individuos que circulaban en un automóvil, se percató de que, todavía, era un Rey Mago. Demasiado tarde para dar la vuelta. Ya no quedaría nadie en la nave que pudiera abrirle para cambiarse de ropa. Sintió angustia, pues tendría que esperar al siguiente día laborable para regresar al ayuntamiento y aclarar el asunto.
Tardó en llegar a casa, pues evitó transitar por las calles principales. Usó la escalera trasera y, por fin, tres horas y media después, se hallaba en el salón. Entrar fue sencillo. La puerta del balcón estaba entreabierta y sólo tuvo que tener cuidado de no meter los pies en el barreño con agua que Laura, su hermana, había dejado para que los camellos bebieran. Sentado en el sofá, extrajo de nuevo el dinero del sobre y lo contó, dejándolo en la mesa. Cogió el móvil y leyó los mensajes pendientes, quedándose dormido.
Mamá lo despertó entre susurros. Solo las madres saben emplear la medida justa para recriminar y comprender, al mismo tiempo, las acciones de un hijo. Laura estaba a punto de despertarse y no convendría que viese a un rey mago dormido en el sofá, mucho menos que este se pareciera a su hermano mayor. Sin apenas tiempo, Anselmo logró entrar en su habitación y, tal y como estaba, volvió a quedarse dormido, ya en su cama. Mamá cerró la puerta y fue a levantar a Laura, quien había presenciado toda la escena.
—Gaspar está muy cansado y, como tu hermano se queda en casa de Alonso, le he dicho que puede dormir un rato aquí —dijo en voz baja, mamá, a Laura.
—Mami, —dijo la pequeña , —sé desde el año pasado que los Reyes no existen, que sois vosotros. Bueno, ahora también Anselmo. He visto lo que le han pagado y me parece ridículo. Vamos, que todo es mentira y no puedo evitar esa sensación de engaño que, si bien pudiera resultar justificada por la ilusión que genera en niños como yo, creo que es del todo innecesaria. La decepción al descubrir todo este montaje es tan intensa como breve y, afortunadamente, se olvida en poco tiempo. Si os parece bien, a papi y a ti, a partir del año que viene, preferiría que procedáis a contratar un fondo de inversión indexado al S&P 500 y que, periódicamente, aportéis mi paga mensual al mismo.
Mamá tuvo esa sensación de engaño al escuchar a su hija de siete años. Perpleja, se sentó en el sofá y observó a la niña jugar con sus regalos durante toda la mañana. Preguntó a Jaime, su marido, si veía rara a su hija, contándole lo sucedido.
—Ya sabes que la niña, últimamente, lee mucho —señaló Jaime, restándole importancia al asunto. En realidad, no tenía muchas ganas de hablar, algo que últimamente le sucedía con mayor frecuencia. Tenía esa sensación de engaño que algunos de sus amigos experimentaban, también, en casa y que compartían cuando se reunían semanalmente. También mamá padecía esa profunda sensación de engaño al ver que la vida efectiva se distanciaba, a un ritmo vertiginoso, de la vida planeada. Como economista de profesión, jamás podría haberse equivocado tanto al proyectar una inversión.
Mamá cogió su regalo de la chimenea. Estaba dentro de un enorme calcetín de Papá Noel, si bien nunca lo habían celebrado, pues la tradición, en casa, descansaba sobre los Reyes Magos. Unos pendientes y una pulsera de «Tous», justo aquello que comentó en una cena de amigas. Supo entonces que Marta se acostaba con Jaime. Supo entonces que Laura había realizado un trabajo sobre los Reyes Magos, para las clases de emprendimiento. Supo entonces que Anselmo nunca se recuperaría de su depresión adolescente. Supo entonces que, a partir de ese momento, tendría que volver a empezar. Ese fue su verdadero regalo de Reyes.