TDC

Triloxis Dolesus Ciapromerum. No podía quitarme de la cabeza esas tres palabras desde que el doctor Perales las pronunciaba justo ahora hace dos días. Ya me esperaba algo malo cuando me adelantaron la cita para darme los resultados pero esto. Esto no.

En la cita me indicaban que debía ir al pasillo dieciocho y aguardar a que me llamaran en la sala de espera número trece. Pensé en la tontería de malgastar espacio en esa habitación pues allí no había nadie más que yo. Aún así, tuve que esperar más de media hora, en la que no paraban de entrar y salir doctores con gafas, medio calvos y mirada de Doctor House, lo cual me empezó a dar una mala sensación. Cuando pasaban por mi lado, siempre me escudriñaban de reojo y esbozaban una sonrisa incómoda, esa que pones cuando algo muy malo pasa pero le pasa a otro y no puedes evitar sentirte aliviado porque no eres tú el pringado. Para mí, que ahora ese pringado era yo.

Así que nada. Después de un montón de tiempo, el cual estuve leyendo revistas chorras de cruceros y examinando las firmas anónimas de los supuestos pintores de unos cuadros horribles, el doctor Perales salió a la puerta y me invitó a pasar, muy amablemente.

Allí sentado, frente a sus gafas, su bata, su bolígrafo prendido del bolsillo, brillante, sin usar, sus manos morenas y cuidadas, empecé a acojonarme de verdad. Y ya no recuerdo nada más excepto el puñetero sol que entraba por la ventana y me molestaba directamente en los ojos. Entonces, lo siguiente que está en mi memoria es el momento de escuchar:

-«TDC. Triloxis Dolesus Ciapromerum. Es el nombre científico de su dolencia» -Y se calla a ver qué me parece, ¡que me dieron unas ganas de ahogarlo! Pero me calmé así que, como supondréis, le dije -«¿Y eso qué es doctor?»

-«Una enfermedad rara. Tan rara que es el primer caso que se da en el mundo. De hecho, es la combinación de otras tres enfermedades que sí son conocidas pero rarísimas y es por esto por lo que mis colegas y yo hemos decidido bautizarla de esa manera. Usted, evidentemente, se encuentra bien y cree que no le pasa nada pero he de advertirle que la padece y en un estado avanzado.»

Estaba a punto de vomitar y tenía serias dificultades para mantener mis piernas y mis manos quietas. Tal era el temblor que apenas pude preguntar -«¿Cuánto me queda de vida entonces doctor?»-

El doctor Perales se recostó en su sillón de cuero negro, giró un poco hacia la izquierda a la vez que mantenía su mirada puesta en mí y dijo solemnemente: -«Siglos, tiene usted siglos de vida por delante. Ya no tiene remedio. Tal vez si hubiera venido usted antes, podríamos haberlo cogido a tiempo. Pero ya no. Lo siento, de veras.»