Entre lo propio y lo ajeno

-Se muestra reacio a mover la cabeza. No quiere levantarla. Ha pronunciado una palabra: nada. No ha vuelto a hablar.

El doctor se retiró avanzando por el largo pasillo, dejando a los padres de Coldo resignados, cansados de intentar encontrar una respuesta y a la vez sin poder abandonar. Nada se quiere más que a un hijo, solía decir Mariluz cuando la paraban por la calle para interesarse por el estado de su niño, ahora ya un hombre. Julio la cogió de la mano y juntos se sentaron en la sala de espera, al fondo del mismo pasillo que todas las mañanas engullía a un doctor que, de tanto ver a Coldo, ya había dejado de pensar en soluciones.

Mariluz y Julio se encontraban emocionalmente encajados en un punto de silla. No podían abandonar, ni querían. Y a la vez se sentían débiles, como si su esperanza pendiera de un hilo, uno solo, que resiste y se niega a romperse.

Coldo decidió un dia que su vida debería ser como él creía que debería ser. Coldo haría las cosas que tendría que hacer, que no eran más que las que él veía y así, día a día, fue encerrándose en su mundo y en sus obligaciones, sin dejarse querer, sin permitir que nada ni nadie, aún sus padres, intervinieran en ellas. Dejó de levantar la cabeza y de interesarse por el resto del mundo y cargó con la pena de sus obligaciones y de sus asuntos, aguardando el día de verse liberado, aun sabiendo él mismo que ese día no existía. No cayó en la cuenta del peso de una pena que le quedaba a tres puertas de la habitación 325, sentada en dos sillas en una sala de espera que se convertiría en el purgatorio de Julio y de Mariluz.