imperativo

Al principio, sólo eran «lapsus». Ocurrían mientras mencionaba alguna cosa, por insustancial que fuera. Me quedaba parado. No sin saber cómo decirlo. Peor aún, no había nada que expresar. Después comencé a experimentar problemas al leer. Las «erres» se me hacían «eses» y las «pes», «emes». Balbuceaba como un borracho descosido. Al menos, aquellas trabas se desvanecían si tomaba tiempo suficiente entre frases. Pero fue a más.

Comencé a repetir las primeras palabras de la primera frase que salía por mi boca. La vida, la vida, la vida, la vida, la vida fue complicándose y advertí cómo la gente me evitaba. Primero, los del fútbol. Después, los vecinos y, finalmente, ella. Debió hastiarse de mis comienzos sin final, de mis paradas de asno y de las permutas entre consonantes. Pensé que me quiso únicamente por mi aspecto cuando se despachó con ese —¡calladito estás más guapo! —al dar el portazo y dejarme solo en el piso que habíamos alquilado, tres meses atrás. Ni siquiera me ofreció su apoyo para buscar un especialista. Me culpé por haber elegido tan mal y comencé a odiar la ausencia, en determinadas personas, de ese sentimiento cercano a lo que entiendo por amor.  Supuse que ella aún estaba a tiempo de escoger mejor, pues carecíamos de ataduras de pareja. No teníamos hijos ni mascotas en común. Sí suscripción a «Netflix», ahora a mi nombre.

La vi ayer. Le dije que estaba casi curado y se sinceró conmigo. Desde la calma que aporta el paso del tiempo, me explicó la verdadera razón por la cual rompió la relación. No fueron las «pes» ni las «eses», pero sí las «erres». Pregunté cómo era posible dejar a alguien por las «erres» y ella me respondió que fue fácil, pues era imperativo. Volvieron a mi cabeza todos aquellos signos de debilidad que creía superados. No encontraba las palabras y, cuando estas aparecían, se amontonaban entre los labios y los dientes, violentas. —Imperativo, —susurré al fin, con la intención de suscitar en ella una respuesta.

—Sí —respondió. —El imperativo es con «dé». No con «erre». Para mí, mirar la vida pasar es un ejercicio introspectivo. Una puerta abierta a analizar el pasado, reflexionando sobre el camino andado hasta el punto en el que me hallo. Mirar la vida pasar me ha permitido saber quién soy y qué quiero y es algo que he hecho a voluntad propia, motivado por la absoluta necesidad de detenerme y conjeturar sobre lo que puede aguardarme. Recuerdo vivamente cuando pronunciaste esa frase. Me sorprendió mucho que gritaras tanto, pues caminaba a tu lado —¡Mirar la vida pasar! —voceaste de nuevo a aquellos abuelos, sentados, en el parque. Supe, en ese momento, que dejarte era imperativo.

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