—Dígame, con sinceridad ¿qué prefiere?
—Prefiero las noches a los días, la soledad a la compañía, la Guinnes a cualquier otra, buscar a encontrar, perseguir a obtener, soñar a vivir, trabajar a descansar, fallar antes a acertar a la primera…
—¡Pare, por Dios! No se me ocurren cosas peores. Es usted alguien particular.
—Ahora que lo menciona, prefiero lo particular a lo general. Marcharme a quedarme. Prefiero las esperas. Las aprovecho para pensar en mis prioridades.
—Las tiene usted claras, desde luego.
—No crea. He de decidirlas constantemente. Lo prefiero así, antes que tenerlo todo bien atado. No me decanto por la estabilidad. Me marea, créame.
—Le gusta llevar la contraria.
—Prefiero discrepar a estar de acuerdo aunque, si me va a prometer largas sesiones de debate, puede que termine por darle la razón. Así acabaremos antes y podré ocupar mi tiempo en otras actividades.
—Debo rendirme. Me resulta imposible seguir una conversación coherente con usted.
—Prefiero el desprecio. No todo el tiempo, pero sí ahora.
—¿Puedo conocer el motivo?
—Podría. Aunque no lo compartiré con usted. Prefiero guardarlo para mí. Espero que no se moleste.
—¿Acaso le importaría que lo hiciera?
—Mucho. Justo en este momento prefiero la complacencia.
—¡Váyase a la mierda! Me está haciendo perder el tiempo ¡Es usted un tonto!
—Lo soy. Aunque es usted quien ha necesitado ocho intervenciones para darse cuenta de ello. Por cierto, le pedí una Guinness hace un buen rato y aún no me la ha traído.