No solían ser más de dos o tres las veces en las que conseguían reunirse fuera del trabajo. Casar agendas cargadas de hijos, padres, mascotas e incluso maridos y novios no fue nunca tarea fácil. Menos aún conectar los mundos dispares de aquellos hombres que asistían como acompañantes y, sobre los cuales, ellas esperaban supieran comportarse, manteniéndose cerca y lejos, atentos y a la vez ignorantes de lo que, en aquel corro, ellas tenían que contarse. A mil kilómetros y tan cerca a la vez. Así, supongo, que era cómo ellas se sentían cómodas, con ese quiero y ese no sé que a la mayoría de nosotros nos cuesta procesar. Viéndolas desde el otro lado de la mesa, uno se daba cuenta de que no eran las horas de trabajo lo que las unía, ni siquiera eso que solemos llamar sus cosas. Era la vida y sus ritmos lo que presidía aquel lado de la mesa. La vida en todas sus facetas, a juzgar por la asombrosa capacidad para cambiar de tema, que no de pasión, y seguir hablando de cosas importantes. No sé mucho más de lo que escribo pues a este lado de la mesa no se escuchan esas palabras que ellas dicen que dicen pero que nosotros, por lo visto, somos incapaces de escuchar. Deben ser bonitas o divertidas porque, cada vez que se reúnen, se las ve felices. De tenerse entre ellas.