Esta media distancia que lo inunda todo y que no deja tomar partido ni defender posición alguna. Mucho menos, trabajar en plenitud, mantener una conversación o mirar desde la ventana como es de recibo.
Hemos pasado de la nada a las migajas, sin contentarnos. Porque las migajas no reparan nada; ni a nadie, ni siquiera al que las deja. Desesperados, pensamos en cómo será volver atrás y, por más que nos estiremos, no nos alcanzan los dedos para intentar abrir de nuevo las puertas que antes se hallaban de par en par. Haciendo malabarismos, luchamos para que ninguna (ni la de antes ni la de ahora) terminen dándonos en las narices, dejándonos aquí, postrados como estamos; casi fallecidos.
Es la tierra de nadie, donde ninguno estuvo nunca satisfecho. Esto acostumbraba a ser terreno de paso, como las fronteras. Sitios incómodos donde permanecer poco tiempo, sin mucho que decir, por miedo a no ser entendidos, ni por unos, ni por otros. Aquí no salen ni los relatos; no tienen dónde agarrarse. En este mundo, al que lo llaman nuevo, no hay una sola arista que me sirva de palanca para contar una historia; no estamos donde antes ni donde debiéramos.
Yo no quiero esta nueva normalidad. No la quiero y la niego. Digo «no» al siniestro que augura años de permanencia en este corredor donde la vida está plana de tanto ser pisoteada por la desconfianza. Y si no me dejas volver a lo que conozco, permíteme regresar a lo que pude conocer cuando estuve confinado, que soy yo mismo; con mis aristas, que cortaban y me hacían daño, porque estaba vivo, sangraba y aún no era un maldito zombie.