El motor del autocar se había detenido provocando que todo dejara de vibrar al instante. Adela abrió los ojos aturdida, giró la vista hacia su izquierda y comprobó que Inés ya había despertado. La anciana la miraba en calma. Durante ese silencio, las dos mujeres buscaron alguna palabra que dirigirse sin que Miguel les diera tiempo a hacerlo. –Paramos un rato a tomar algo, si les apetece –dijo sin elevar demasiado la voz, de pie en mitad del pasillo y con Ricardo de la mano. El chófer y el niño desaparecieron camino al bar. Adela los observaba pensativa desde la ventana. –Es un viaje largo, aunque no tanto como hace años –dijo Inés levantándose torpemente. –Voy a caminar un rato. Tanto tiempo sentada no me hace nada bien –decía mientras avanzaba por el pasillo, camino hacia la salida. Adela comprendió esa invitación y la acompañó. Juntas bajaron del autocar y comenzaron a pasear.
Miguel echaba de menos el coraje que perdió hacía años. Su mujer lo llamaba responsabilidad, pero lo cierto es que había dejado de llevar consigo a sus hijos de viaje. Cuando los chicos cogían vacaciones en el colegio, solían irse con él. A ellos les encantaba ver a su padre conducir y atender a sus explicaciones sobre la mecánica del vehículo, pero lo que les fascinaba realmente era disfrutar con él de las paradas porque se convertían en el centro de atención de todo el mundo. Era entonces cuando la gente que solía ver su padre les contaba cosas acerca de él. Tomarse algo con papá en los bares de carretera era algo que el resto de niños nunca había hecho. Con el tiempo, el coraje para mantenerlos lejos de las montañas desapareció. Ahora, con Ricardo, volvía a tener esa sensación de antaño, aunque el motivo del viaje del niño fuera completamente distinto.
–Toda una tragedia la de Ricardo. Ojalá que la vida le depare un destino mejor, lejos de esas montañas –exclamó Inés mientras observaba al niño sentado en la terraza del bar junto a Miguel. En la mirada de Inés había esperanza y Adela se dio cuenta de ello enseguida. Eran las palabras de alguien que no tuvo la oportunidad que ahora tenía el huérfano. De alguna manera, Inés también perdió a sus padres el día en que convinieron casarla con alguien a quien no amaba. Además, salió del pueblo muy joven, no tanto como Ricardo, pero con toda una vida por delante que, a la postre, habría de ser truncada para regresar y casarse con Enrique. Eso no le pasaría a Ricardo. Su tío Roberto llevaba años en Tosilla y su vida, por lo que se conocía, era completamente normal. Nadie devolvería al niño a su lugar de nacimiento y eso, ya de por sí, era mucho más que lo que ella había tenido jamás.
–¿Qué sabe Usted de él, Inés? –preguntó deliberadamente Adela, como ignorando lo que todo el mundo en el pueblo aseguraba. La vieja se detuvo y sonrió. –Sentémonos allí un rato, niña. Quiero contarte algo y luego tú me contarás a mí por qué viajas con nosotros. Eduardo es un buen chico y, aunque un poco pesado, creo que nadie habrá podido entender aún las razones de tu marcha, ni siquiera tu prima Rafi.
Mientras caminaban hacia el banco de madera que Inés había señalado, Adela repasaba las historias que se habían contado sobre aquella mujer. Aunque existían diferentes versiones, todas pertenecían al mismo bando. Ninguna de ellas concedía algo de honor a Inés, ni siquiera una pizca. Es lo que ocurre cuando la tradición derrota a la rebeldía. La primera se hace más fuerte y la segunda queda condenada, sirviendo como ejemplo de lo que no debe hacerse. Era normal escuchar a la gente decir que todo lo malo que le pudiera pasar a esa mujer, se lo merecía. Da igual lo que a título individual cada uno pensase. El miedo agrupa a la gente alrededor de convicciones que nadie cuestiona pero que proporcionan seguridad. –Así son las cosas en este mundo, Adela –escuchaba desde pequeña cuando se terminaba de hablar sobre Inés.