Hace tres meses que levantaron el confinamiento. Hace tres meses que llevo mascarilla. No sólo yo. Todo el mundo. Ya no son como las que había en un principio. Ahora las hay de colores, con flecos, con las gomitas transparentes, con dibujitos de dientes, con mensajes obscenos o con letras orientales. También las venden con orificios para insertar el cigarrito y así poder fumar sin perder grados de protección (estas últimas sirven también para tomar batidos o cualquier otra cosa con pajita). Una empresa ha segmentado el producto. Las fabrica para niños, para niñas, para pobres, para ricos, para señores mayores con barba (también para señoras mayores). Otras empresas comercializan unas que están perfumadas e incluso existen las eróticas (aunque no os voy a contar cómo son ni qué hacen). Esta mañana, en un catálogo, he visto el último grito: las sin goma. Por lo visto, llevan un mecanismo que hace que la mascarilla se adhiera completamente a tu cara durante horas. Este objeto, además, se ha convertido en imagen corporativa y aparece en desfiles de moda. Las hay de verano (más ligeras y a juego con el bikini) y de invierno, clásicas y modernas. Están en todas las portadas, protegiendo a nuestros famosos, los de pelo entero y los de medio. Por supuesto, han llegado a los debates televisivos. No hay Sálvame que valga ni Sexta Noche que se precie, sin nuestros tertulianos lanzándose, parapetados bajo una mascarilla, improperios los unos a los otros (vamos, lo de siempre). En el programa de Ferreras, todos llevan una negra y, en TVE, una azul marino (casi igualita). Yo sigo con la blanca de toda la vida y así me va. No ligo ni nadie quiere conocerme, mucho menos besarme o interesarse por lo que estoy tomando a solas en el bar. Tan en desgracia me siento que, al llegar a casa, he decidido quitármela y ha sido cuando he visto mis labios, mis dientes y mi lengua. Me he quedado de piedra al observar todo eso junto. Ya no recordaba lo bonito que es tener boca para decir que estás hasta el gorro de lo estúpidos y superficiales que somos, a veces (y sólo a veces), los humanos.