Tenía una genética especial. Nadie que él conociera había tenido jamás terror a las alturas. Sus hermanos, sus padres, sus amigos, todos eran capaces de deslizar sus voluminosos cuerpos a través de cualquier saliente, por estrecho que este fuera. Sin embargo, él era diferente. Siempre expresó su pánico a las ubicaciones elevadas. Él prefería el suelo aunque sabía que era el lugar más peligroso de todos. Allí se convertía en un ser vulnerable y quedaba expuesto a cualquier eventualidad que se convirtiera en una amenaza, capaz de generar un desenlace fatal. Sus seres queridos eran conscientes de ello y sufrían al verlo sin intentar nada más, porque ya lo habían dejado por imposible.
Quisieron, desde bien pequeñito, quitarle ese miedo. Lo llevaron al especialista, un tio paterno loco que había estado en los confines del mundo conocido, tan cerca de las nubes como nadie logró jamás estarlo. No funcionó. Más tarde, pensaron que tal vez la ayuda psicológica daría sus frutos aunque ésta también resultó inútil. Por último, contrataron a un equipo de ingenieros para que aliviaran el peso de su cuerpo, sin éxito. Alfredo vivió en el suelo durante los tres años que estuvo entre nosotros, que no fue ni más ni menos tiempo que el que estuvo su padre, o su madre, o sus hermanos, o su tio paterno loco. Observó las cosas desde abajo y cuando algo no le gustó, procedió a esconderse en su concha de espiral hasta que de nuevo tuviera ganas de salir con sus cuernos al sol.