Hoy ha tocado un señor a mi puerta. Me ha dicho que perdone, que no quiere nada, solo saludar y hablar un rato. Dice que nadie quiere escuchar algo importante que desea contar; que si por favor yo estuviera dispuesto a hacerlo, me estaría muy agradecido. Le he dicho que vuelva mañana, que hoy tengo cosas que hacer y no podría, en ese caso, escuchar con la atención que merece esa historia tan interesante que dice llevar consigo. Mañana vendrá sobre las cinco y media y así aprovecharemos para merendar.
El señor en cuestión ha terminado por llamarse Ernesto. Tiene cuarenta y seis años. Viste bien y tiene buenos modales. He colocado en la mesa de fumador sendos cafés y una bandeja de pastas. Me he cuidado de tener la televisión apagada y de colocar el ambientador de frutas del bosque una media hora antes. El ambiente es el adecuado. Ahora escucharé la historia que este señor quiere transmitirme.
Ernesto estudió Medicina y ha ejercido como médico durante veinte años en el Hospital de la ciudad. Se especializó en cardiología y dice que ha visto demasiados corazones. Me está contando que, a simple vista, son todos iguales o muy parecidos. Suelen estar llenos de sangre y no dejan de moverse así porque sí, casi siempre de la misma manera. Lo cuenta despacio, mientras coge algunas pastas y las mezcla con el café de puchero que le he puesto, el cual parece no disgustarle.
Casi apurado el café, Ernesto hace una pausa. Por la forma de combinar el silencio con la mirada, creo que por fin voy a conocer algo importante. Segundos después comienza a hablar de nuevo. Antes de ayer, Ernesto vio un corazón imposible. Su dueña se llamaba Susana y sentía enormes dolores en el pecho. Susana había acudido al Hospital acompañada de cientos de personas, preocupados por ella. Toda aquella gente consiguió que Ernesto se interesara inmediatamente por su caso. Susana parecía morirse ahogada por algo que la asfixiaba. Aquella mujer tenía el corazón demasiado grande como para poder albergarlo dentro de su pequeño tórax.
Susana contaba con sesenta y cuatro años de edad y había dedicado su vida a decir que sí a todo. Desde que dió el sí a su marido, que a la postre la abandonaría para irse con una mulata, ya no supo decir que no a nada. Ayudó a todo aquel que fue a buscarla. Y a cada sí que pronunciaba, su pecho se hacía más pequeño; o su corazón más grande. Al cabo de los años, la mujer se moría. Incapaz de ser, por una vez en su vida, egoísta, continuó aliviando las penas de tantos, que no fueron más que unos desagradecidos. Ningún necesitado dijo nunca en voz alta que Susana debía dejar de tener un corazón tan grande. Aun sabiendo que moriría, no hubo quien rechazara su ayuda, para que Susana salvara la vida.
De hecho, aquellos cientos de personas que instigaron al personal del Hospital no querían otra cosa que un remedio para ella, algo que la mantuviera viva con tal de que Susana pudiera seguir entregada a sus interesadas vidas. Así que Ernesto habló con ella, que no quería otra cosa que poder vivir con ese corazón tan grande.
-Señora. Con todos mis respetos, debe Usted pensar en sí misma. Si tan solo fuera Usted egoísta durante un par de días, el volumen de su corazón se reduciría lo suficiente como para permitirle vivir algún tiempo más, tal vez diez años.
Ernesto me acaba de preguntar si tengo más pastas, así que he ido a pedírselas a la vecina, que se llama Margarita. Ella siempre tiene de todo. De hecho, no hago más que verla en el súper todas las tardes. No he tardado más de dos minutos en volver a casa. Ernesto me espera pacientemente. Mientras saco la bandejita del plástico, mira a las pastas y aprovecha para servirse otra taza de café.
-Mire Usted Doctor. Yo había pensado en que fuera Usted capaz de extraerme el corazón y así llevarlo conmigo en una caja. De esta manera, yo podría seguir con mi vida y tendría espacio suficiente en el pecho para poder respirar.
-Señora. Eso que pide Usted es imposible. Me temo que no habrá continente alguno en el mundo que pueda albergar semejante corazón. Créame, debe Usted ser egoísta y eso pasa por mandar a la puñeta a las doscientas y cuatro personas que han presentado una reclamación en este Hospital con objeto de que se les solucione la vida, a través de sus favores.
Por primera vez en su vida, Susana dijo que no. Ernesto asistió sin palabras a la negativa de aquella señora. Ella no sería egoísta y jamás dejaría de lado a sus vecinos, que tanto la necesitaban. Y conforme dijo aquel No tan grande, Susana murió. Toda su vida había sido una carrera hacia la muerte, acelerada por el Sí y fue un No lo que la llevó a la tumba.
-Perdone, Ernesto. Dígame ¿qué han hecho con el corazón de Susana?
-Entre las doscientas y pico personas que trajeron a Susana, había una que necesitaba urgentemente un corazón nuevo. Examinamos el de Susana. A pesar de su tamaño y edad, sus tejidos eran asombrosamente fuertes y vitales. Así que decidimos traspantarlo.
-Pero, dado el tamaño que dice Usted tenía el corazón ¿cómo pudieron hacerlo?
-Fue fácil, en cuanto realizamos el cambio, éste disminuyó su volumen hasta hacerse rigurosamente normal. Se trataba de un receptor muy egoísta. Se redujo en cuestión de segundos.
-¿Por qué cuenta Usted la historia de Susana, Ernesto?
El médico apuró el café de un trago para ayudarse con las pastas, ya terminadas, de Margarita.
-Antes de morir, Susana me dijo algo:
Un corazón puede vivir en muchos cuerpos, pero solo será grande en las personas adecuadas, aunque eso termine por matarlas.
-Bien me pareció que merecía un café y unas pastas con alguien dispuesto a decir Sí a escuchar una historia de un desconocido.