Viertes agua en un cuenco. Desmenuzas levadura fresca sobre ella, agitándola suavemente para disolverla. Poco a poco, comienzas a dejar caer harina sobre la disolución, removiendo con cariño. Cada vez algo más de harina. A medio camino te detienes y añades algo de sal. Continuas. Lo que en un principio era una mezcla casi líquida, comienza a tomar cuerpo. No cantes victoria, aún es muy pegajosa. Sigues añadiendo harina. Mantén la calma. Todo saldrá bien. Tú sigue añadiendo y removiendo. Ya casi estás. Te acercas a la proporción uno (agua) a tres (harina) y ya puedes amasar con energía. Sin romper la masa, la aplastas una y otra vez, durante quince minutos. Parecen pocos, pero llegarás a mirar el reloj de cocina varias veces. Aparece el cansancio cuando ya adviertes la presencia del gluten, cada día más tímido debido al linchamiento que la sociedad de consumo ha realizado sobre él durante todos estos años. Casi al término del cuarto de hora, ya notas cómo el aire comienza a hacerse hueco en el interior de la bola. Porque eso harás, girando tus dos manos alrededor de la masa, una bola perfecta. Con cuidado, la introduces en un cuenco limpio, tapándola y llevándola al frigorífico. La oscuridad y las horas que quedan por delante harán el resto. Mañana será día de pizza.