Sonia es igual de alta que Lucas y los dos llevan, ahora que el invierno remite, gafas de sol iguales. Se han sentado en una terraza y han pedido dos cañas, las dos sin. El camarero les acaba de poner dos tapas iguales a las de la otra mesa, ensaladilla rusa. Miguel, el hijo de ambos, tiene el pelo igual de rizado que Susana, la misma que es igual de imbécil que Fernando, el cual lleva años dando la misma queja, igualita, que su primo Ernesto, igual de pretencioso, igual de feo que José, ese vecino de Carla que está igual de maltratado por la vida que esa pareja de moribundos del tercero que, en la flor de la vida, ven como ésta se les apaga, a un ritmo igual al que consumen heroína, preparada en la misma cucharilla, una igual a la que uso para disolver el nesquik que le preparo todas las tardes a Diego, mientras me dice lo rico que le está cuando le echo miel, una miel igualita a la que provocó la muerte al pobre tío Lorenzo, alérgico a ella. La tele anda puesta mientras repaso todo esto y, por un momento, vuelvo a escuchar las mismas noticias de siempre, igual de desgraciadas, igual de malas, igual de horribles.