Algo se cuece en la vieja pastelería. Hace años que echaron la persiana, poco después de acontecida la jubilación del matrimonio que la había regentado desde su apertura. Ninguno de sus vástagos decidió seguir con el negocio. Desde entonces, la fachada no ha hecho otra cosa que coger polvo y suciedad. También el rótulo, cuyas letras burdeos, ya descoloridas por el sol, parecen desprenderse de su fondo blanco. Incluso la propia calle es, desafortunadamente, más desapacible.
El pastelero era hombre de pocas palabras. Por esa razón, quien despachaba era su mujer mientras la única hija que aún les quedaba en casa se afanaba en terminar los deberes, sentada en una mesita, justo al lado del mostrador. Yo solía ir los domingos, a eso de las cinco de la tarde, la hora bruja de los pasteles.
—Ponme un riñón, dos milhojas, un xuxo, ése croissant grande y la palmera de chocolate.
Cabía todo en la bandeja. Aquella mujer colocaba la tira de cartón sobre ella y envolvía los dulces, atándolos convenientemente. Tras ella podía advertirse la mirada del pastelero. Dudo que pudiera ver algo pues el cuerpo de su señora se interponía entre él y su producto. Recuerdo acudir sólo. A los niños les daba miedo «el hombre de dentro».
Esta tarde hemos vuelto a encontrarnos. Detrás del sucio cristal ya no había sólo un negocio abandonado. Arrastraba una maleta. Había perdido pelo y parecía cansado. Aquel objeto debía pesar, así que se tomó un descanso. Justo en ese momento, miró hacia la calle. Justo donde me hallaba. Continué caminando.
Al doblar la esquina escuché la persiana. Sólo tuve tiempo de pensar que, tal vez, debía mirar hacia atrás. Es lo último que recuerdo.
—Durante toda mi vida, —dice mientras termina de arrastrar la maleta hasta la furgoneta del garaje, —elaboré dulces porque me parecía una manera noble de compensar la maldad que habita en mí.
Pronunciar aquella frase lo había dejado exhausto. Se sentó sobre su carga y, al hacerlo, esta comenzó a teñirse de rojo por uno de sus laterales. Tras una pausa, vuelve a dirigirse a mí.
—Una vez jubilado, desapareció ese equilibrio. Desde entonces, únicamente pienso en causar daño, algo que encuentro irresistible. No puedo, ni quiero, parar. Ahora, esta maquinaria —dijo mirando alrededor —sirve a otros propósitos.
Intenté zafarme de las cuerdas, pero fue inútil. A cambio, conseguí ahogarme en mis propios gritos, silenciados por la mordaza. El pastelero no se apiadó de mí, a pesar de no contar con otra maleta. La jubilación activa no llegó a tiempo de salvarme la vida.