Mi sofá quiere morirse. Está amortizado, con valor residual cero y listo para salir por la puerta. Pero nadie lo quiere, excepto yo. El chatarrero se niega a llevárselo y ni siquiera con la compra de uno nuevo, aceptaría el transportista subirlo al camión.
Mi sofá es el último representante del antiguo salón. El resto de elementos fueron renovados y, a decir verdad, no terminó nunca de encajar entre los más jóvenes. Dice que ya no pinta nada en la habitación y quiere marcharse aunque me necesita para ello. Y yo no sé si estoy preparado para darle ese empujón.
Mi sofá ha perdido el color y sus costuras se han abierto para mostrarme sus enjutas carnes. Los niños le tienen cariño, si bien reconocen que no le harían ascos a uno nuevo. Saber eso le hace estar más seguro aún de su decisión. Si al menos fuera capaz de llevarla a cabo en solitario.
—¿Y si te arreglara? Ya sabes, coser un poco aquí, comprarte una funda, cambiar los cojines, dormir de vez en cuando contigo, no sé, tiene que haber alguna cosa que te haga cambiar de opinión.
Mi sofá se muere. Lo sabe y por eso quiere irse. Yo no soy capaz de ayudarle, aun reconociendo que, si estuviera en su piel, probablemente desearía lo mismo. No quiere cambios porque sabe que no puede mejorar. No quiere lágrimas porque sabe dónde va y qué es lo que deja atrás. Sólo quiere irse en paz. No sé si encontraré la manera de que lo logre. Me duele que se vaya, aunque me mata saberlo condenado.
—¿Lo harás?
…