He metido el bocata de salchichón justo al lado del informe de resultados, a ver si se le pega algo de chicha. Este año hemos vendido menos que el pasado y mientras conduzco hacia la sede voy pensando que, en poco tiempo, yo seré pasado en la empresa. Así que al menos cuando esté recogiendo mis cosas, que no son muchas, pueda comerme el bocata a gusto echando una casquera con el guardia de la puerta.
Otra vez que me echaron a la calle, hace ya unos cuantos años, hice lo mismo. No sé por qué me suelo llevar de cojones con los guardias y el caso es que, ya despedido, me puse a hablar con él de la vida. Tenía dos hijos, era peruano y trabajaba como un animal. Lo que no recuerdo es su nombre que para el caso es igual. Estuvimos hablando unos minutos hasta que el amargado del jefe nos vio por la ventana y lo llamó al teléfono de la garita para decirle que terminara de echarme. El pobre me lo dijo con vergüenza, tanta como la que sentí yo al dejarlo allí solico, a merced del mindundi aquel que solo sabía gritar a guardias peruanos y a mindundis recién licenciados.
El guardia de ahora se llama Rubén. Es de Coslada el tío y tiene treinta y cuatro años. Vive con sus padres y se pega unos fines de semana que ya los quisiera yo para mí. Me llevaba bien con él pero es que cuando me ha visto con el bocata en la boca, la caja en las manos y la cara de mindundi que llevo se ha metido en la garita y se ha puesto a wasapear. Ahora que caigo, el peruano también se llamaba Rubén.