Soledad

Suelo despertar en mitad de la noche. Estoy seguro de que lo hago al escuchar ruidos en el tejado. Vivo en un dúplex y los dormitorios, por tradición y costumbre, se ubicaron en la planta de arriba. Sobre el techo, la bovedilla y, sobre esta, las tejas. Por último, encima de ellas, alguien o algo camina todas las noches, entre las tres y las cuatro.

Cuando abro los ojos, pruebo a no encender la luz de la mesita de noche. Permanezco a oscuras, dando tiempo a la vista para que, poco a poco, mis ojos sean capaces de captar alguna forma. Con el paso de los minutos, adivino el armario frente a la cama, la cómoda a la izquierda, la ventana cerrada a mi derecha. Y escucho los pasos sobre el tejado. Uno, dos, tres, ahora corren, paran, vuelven.

Tal vez busquen la manera de entrar. No debe ser difícil, aunque tendrían que romper el forjado. Desvelado y en penumbra, me pregunto qué haría si, de repente, accediera a la habitación. Quizá sea capaz de leer el pensamiento, pues justo en el momento en el que imagino esto, cesa. Ya no escucho ruido alguno e, irremediablemente, acabo por dormirme.

Quiero decir que lo que cuento sólo ocurre cuando no hay nadie más, que es la mayor parte del tiempo. Si, en las habitaciones del fondo, duermen los niños, no ocurre nada. Sea lo que sea lo que transita por el tejado, le asusta la compañía. Me quiere sólo a mí.

A veces he pensado que podías ser tú. Tal vez no entiendas qué haces ahí arriba y busques la manera de volver. Todo encajaría, porque te fuiste mientras dormías, así que supongo que no sabes dónde estás. De alguna manera pretendes regresar aquí abajo conmigo. Me costó, aunque no lo creas, volver a dormir aquí. Sentía, cada vez que lo intentaba, el frío helado que me despertó esa mañana. Con el tiempo me acostumbré, aunque sigo ocupando el lado derecho, porque el izquierdo sigue estando frío y el centro del colchón está, sospechosamente, hundido, como si aún siguieras ahí.

Llevo unos quince minutos a oscuras, con los ojos abiertos. Lo cierto es que ya casi puedo ver todos los detalles de la habitación. Incluso soy capaz de recordarte buscando entre los cajones de la cómoda, abriendo el armario, vistiéndote. Es curioso cómo sigue quedando algo de luz a pesar de tanta oscuridad.

Ya me he hecho a la idea de que lo de arriba eres tú y no quiero que te enfades o que ocurra como con esos fantasmas angustiados que protagonizan películas. Los mismos que se vuelven vengativos y sólo quieren hacer daño. De todas formas preferiría que, si eres tú realmente, te marches.

Comprende que no quiero volver a vivir aquello. No sé en qué estado te me aparecerías y no está entre mis intenciones arriesgarme. Me bastó con verte aquella mañana de esa manera. Te abracé o, más bien, abracé tu cuerpo inerte. Lloré desconsoladamente a tu lado hasta que reuní las fuerzas necesarias para llamar a los sanitarios. Los llamé cuando ya no se podía hacer nada. Y no se podía hacer nada porque te fuiste mientras yo dormía. Sigo sin perdonármelo.

Voy a intentar dormir. Lo hago de espaldas a tu lado de la cama, a la vez que estiro la mano hacia atrás, buscándote. Hasta que la coges y la aprietas con fuerza. Las tienes heladas. Ya no te escucho en el tejado. Estás justo detrás de mí. No te miraré pero, si quieres quedarte, puedes hacerlo.

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