El dedo uno, que era gordo, miró al dedo dos, más pequeño. Habían trabajado durante años juntos sin llegar a tocarse. Dedo dos tuvo siempre respeto por el tamaño de su compañero. Dedo uno, por contra, deseaba arrimarse de verdad. Aquella tarde, por fin, se vieron envueltos en una zapatilla nueva. Tuvieron que trabajar de manera incansable. Sudaron, enrojecieron y, finalmente, se tocaron. Una y otra vez. Sin descanso. Durante más de mil veces, se besaron, restregaron sus cuerpos, llevaron al límite la capacidad de su piel. Dedo dos fue más listo. Solo puso en la parrilla la mitad de la carne. Dedo uno lo dio todo. Se rozó con la intensidad propia de un adolescente que alcanza los labios de su primer amor. Así, sin saber besar ni tocar, dedo uno se consumió hasta inflamar su piel y hacer que ésta se despegara del corazón, del músculo. Se quedó en carne viva. Así fue como aprendió que, en el amor, hay quien se quema y quien deja que se quemen. Tras los miles de pasos, dedo uno se ha rehecho con la ayuda de una tirita y un poco de Betadine. Dedo dos ahora es más fuerte. Para él, el amor ya no es cosa de roce. Necesita más.