Aquellos días fueron inolvidables. La vida era un regalo que Gusa y Gusvi aprovechaban con intensidad. Nunca antes tanta desidia y tanto desorden por parte de aquellos muchachos motivó tal felicidad en dos diminutos seres. Aquella bolsa de plástico, invisible ante los ojos de aquellos cinco estudiantes, contenía una pequeña Jauja en la que Gusa y Gusvi olvidaron el significado de la palabra escasez.
Durante las mañanas todos dormían. Estudiantes y animalillos ajustaron sus biorritmos de tal manera que rara vez antes de la una de la tarde, alguien comenzaba a moverse. Cuando Gusvi despertaba, Gusa ya se había acicalado y se hallaba dispuesta a contarle todo lo que estaba sucediendo allá abajo, en la mesa de la cocina. Los dos gusanitos se asomaban al desfiladero mugriento del frigorífico y observaban a aquellos cinco maravillosos humanos que les habían permitido vivir los días más felices de sus vidas. Apenas articulaban palabra mientras comían. En el centro de la mesa solían disponer una especie de olla repleta de macarrones, guisillo o cocido y, estratégicamente colocados, iban pasándose el pan, las servilletas, los cubiertos y los platos sin moverse de sus asientos, eso sí, emitiendo ciertos sonidos que a Gusa y a Gusvi les recordaban otras etapas de sus vidas, menos idílicas.
Tanto ver comer, a nuestros dos amigos les entraba hambre y volvían a su jardín para seguir devorando las manzanas. Ya eran muchas las jornadas que les separaban desde su contacto con Carmencita y, aunque Gusvi no se percataba, Gusa comenzaba a sospechar que pronto, muy pronto, deberían buscar un nuevo hogar. Jauja estaba destinada a desaparecer, devorada por ellos mismos. Allí sentada, en la goma que mantenía unida la puerta del congelador al chasis del frigorífico, Gusa pensaba todo aquello con la mirada perdida y así fue como se dio cuenta de que la felicidad se consumía a sí misma hasta quedar agotada. Nada es para siempre, como decía la canción.
Aquella noche hubo fiesta en el piso. Decenas de estudiantes se pasaban por la cocina, abrían el frigorífico, lo cerraban, reían, hablaban raro, devoraban un escuálido jamón colgado de una alcayata, llenaban el fregadero de vasos sucios, se sentaban encima de la lavadora, vivían y probaban cosas. Gusa y Gusvi se retiraron a su porche. Las vistas habían cambiado. Del jardín hermoso de antaño quedaban restos putrefactos y aquella bolsa comenzaba a albergar un aire irrespirable hasta para ellos dos. Apuraron el último trago de cava, se miraron a los ojos y decidieron que era el momento de buscar un nuevo hogar, más austero. La época del venid y vamos todos tocaba a su fin. Alguien, al igual que en el piso, había apagado la música y tocaba comenzar una etapa nueva. Había que ajustarse el cinturón.
Un tremendo portazo a las tres de la mañana indicó a Gusa que aquellos maravillosos muchachos habían abandonado el piso. Con suerte no volverían hasta las siete de la mañana así que tendrían unas horas para explorar aquella cocina. Equipados con sendas mochilas de aventurero, cuerda, una vieja ventosa que Gusvi había heredado de su padre y una tremenda resaca de cava, los dos animalillos se deslizaban por la empedrada pared lateral de aquel frigorífico. Gusa lo apremiaba, ya que su querido amor no hacía más que detenerse para relamer los restos variados de comida y grasa que iba encontrando a su camino. Justo cuando iban a saltar a la encimera, Gusvi vio un pegote tremendo de mayonesa en un azulejo y se dirigió hacia él, haciendo oídos sordos a las palabras de su amada. Lo que sí escuchó fue un sonido aterrador. Algo vibraba o zumbaba muy cerca, una presencia que podía sentir pero que no podía ver. Gusvi, paralizado, comenzó a darse la vuelta muy lentamente, buscando a Gusa. La vio a lo lejos, a unas cincuenta arrastradas de gusano, gesticulando y moviendo la boca muy despacio, como hablando pero sin emitir ningún ruido. Sus infinitas manos indicaban una dirección. Gusvi terminó de girar su cabeza y la vio por fin. Estaba lejos pero les estaba vigilando. Era Cucama, más conocida como Cucaracha Marrón, un ser diabólico que provenía de otro continente y cuya raza se había hecho acreedora del calificativo exterminador. Ni en sus peores pesadillas Gusvi imaginaba ser cazado por tan inmundo animal, con aquellos ojos profundos y fríos, como sin vida y sin embargo, tan precisos.
Desde la encimera, Gusvi sacó su ventosa y la arrojó a la pared del frigorífico, adheriéndola a este con gran maestría. Agarró fuertemente la cuerda que tenía prendida de ella, a modo de liana y cual Tarzán de la selva, tomó impulso y en tan solo medio segundo llevaba prendida de su brazo a su querida Gusi. El balanceo de vuelta los devolvió a la vertical del frigorífico y, una vez liberados del lazo, comenzaron a deslizarse apresuradamente a través de ella, huyendo de Cucama. Gusvi sabía que no lo conseguirían y que morirían devorados por aquel asesino. Miró a Gusa y ambos lo comprendieron. Morirían abrazados, con los ojos cerrados, prendidos el uno del otro. Podían escucharla acercarse a toda velocidad. Incluso aquel olor a muerte era, a cada segundo más intenso. Se apretaron muy fuerte, se dijeron que se amaban y justo en el momento en el que vieron pasar ante sí toda su vida, un tremendo empujón de aire los empujó hacia la parte superior del frigorífico.
Cuando abrieron los ojos, vieron a Cucama, aplastada y pegada en la suela de una zapatilla a cuadros, que estaba sostenida por la mano de uno de los chicos del piso. Allí, en mitad de la noche, casi a punto de amanecer, un ser medio calvo, ojeroso, delgado hasta la exageración, vestido únicamente con unos calzoncillos abanderado clásicos, miraba el cadáver de Cucama, anexo a la suela de aquella alpargata de mercería de toda la vida.
-Asquerosas cucarachas. Una menos -exclamó aquel ser del que por primera vez escuchaban dos palabras articuladas.
-La suerte llega cuando se necesita, siempre y cuando te coja poniendo empeño en seguir vivo -solía contarles todas las noches Gusvi a sus nenes, Guspe (Gusanito Peque) y Gusme (Gusanita Mediana). Gusa aguardaba en el porche mientras llenaba dos copas de cava. La vida, aunque austera, era algo que merecía la pena recorrer y el mundo siempre tenía algo bueno que ofrecer.
Revisión de un relato escrito en algún momento del año 1992