—Disculpe. El confinamiento ha terminado. Debe usted salir de casa.
Aquel hombre parecía no entender lo que el sargento Lucas le decía. Lo miraba fijamente, mientras se rascaba la media calva, despeinada.
—No, mire usted. Yo no salgo. Yo estoy bien, aquí, en mi casa.
—Ya, pero, la cuarentena ya no existe ¡Hemos vencido al virus! Mire a sus vecinos ¿los ve? ¿los reconoce?
—Sí, sí, pero … yo me quedo en mi casa —dijo, mientras cerraba la puerta ante la atónita mirada de Lucas, escoltado por medio vecindario.
—¡Tendrá usted que ir a trabajar! —gritó el policía, mientras se ponía de puntillas, como si así se le oyera mejor.
—¡Yo teletrabajo! ¡Váyase ! ¡Déjeme en paz!
La queja fue emitida, al menos, desde la cocina, situada en el otro extremo de la casa. Lo sé porque el unifamiliar de Alfredo es igual que el mío. Lo imaginé caminando desde la puerta hasta el fondo de la casa, por ese largo pasillo.
Hemos pasado cuatro años y medio confinados. No me extraña que Alfredo no quiera salir. De hecho, no es el primero. Son muchos los que temen esta nueva situación; la de salir a la calle. Dicen que es peligrosa. Yo mismo tuve que intentarlo tres veces. Estaba muerto de miedo y aún hoy tengo pesadillas.
El sargento Lucas volverá mañana con los funcionarios del BES (Brigada de Externalización Social). El cuento ya me lo sé. Sacarán a Alfredo de casa por la fuerza y lo encerrarán diez años en una celda de seis metros cuadrados. Es la pena por no respetar la Ley de Extinción del Confinamiento.