No llevo muchos años en este mundo. Si me comparo con otros, soy relativamente joven y no tengo reparos en admitir que, de momento, he llevado una vida cómoda. He ocupado siempre un lugar privilegiado en casa y nunca me he sentido sola. Sé casi todas las cosas de casi todo el mundo aquí; las buenas, las malas y las que se dicen en voz baja. He ayudado a hacer tantos deberes que podría licenciarme en varias escuelas. He soportado contratos, cartas de amor, pulseras olvidadas, rayos de sol abrasadores, tardes de invierno, mañanas de ventanas de par en par, floreros para olvidar, regalos sorpresa y bolígrafos de colores. A veces me golpearon (las menos); otras, las que más, me cuidaron con cariño. No tengo corazón pero sí una piel dura que se cierra cuando cae sobre mí aquello que puede hacerme daño. Por contra, si se trata de recibir un masaje o un tratamiento, todos mis poros se abren para nutrirme profundamente, que ya sé que no tengo entrañas pero sí sentimientos. Llevo mal el frío, llevo mal el calor y, a pesar de mi juventud, todo me cruje con los cambios de temperatura. A veces, en las comidas de familia, me resiento cuando los niños me aporrean con los cubiertos y sufro con el contraste de los platos calientes y los vasos helados. En esos momentos deseo haber nacido lámpara o foto de familia. Pero solo soy una mesa de comedor. Así es la vida.