Como poco y así, a bote pronto, creo que puedo decir que, en todos estos años, me han puesto cuarenta ceros. Y eso que he sacado cuarenta cincos. Recuerdo haber reído (al menos) cuarenta veces. He llorado otras tantas y he escrito más de cuarenta líneas, aunque haya tirado muchas más por el borde de las hojas. He soñado con otras vidas, tal vez cuarenta. Ha habido días en los que, de puro aburrimiento, conseguí abrir el frigorífico cuarenta veces y ya no sé si alguna vez te dije que aquello, que finalmente ocurrió, te lo había dicho ya cuarenta veces. No, no he tenido cuarenta hijos, aunque a veces se muevan tan rápido que pudieran parecerlo. Otras, en cambio, pareciera que tengan cuarenta años, a pesar de su insultante juventud. —Juventud, divino tesoro —decía mi padre cuando pasaba de los cuarenta. Ahora que yo, más cerca de los cuarenta más diez, recuerdo aquellas frases, miro al techo y me digo —serás jodío, ¡cómo te pareces a tu padre! —pero sólo a veces, sólo unas cuarenta veces.