El sentido de la vida parece esquivo al encontrarlo. Se deshace entre las manos, recomponiéndose al marcharse para que yo lo vea entero de lejos y vuelva a desearlo. Pero la culpa es, en parte, mía por no cerrar los puños.
—¡Yo no quiero un sentido controlado! Nadie ¡Ni tú tampoco!
La mayoría del tiempo, el sentido se extravía. No me refiero a una absoluta ignorancia sobre su paradero. Que sabe uno bien por dónde anda, pero otra cosa es ir por él. Hay que poner en marcha los motores del amor o programar el segundero del trabajo. Hacer de tripas corazón con la incertidumbre de los hijos. Pelear con la ansiedad que provoca ser consciente de los abismos que están tras los pasillos que frecuentamos.
Madre lo encontró con nosotros y a padre se le aparecía a deshoras, mientras escribía en solitario. También, en los momentos en los que dibujaba aquellas formas, extrañas y propias. El sentido de la vida es una producción tan personal que no puede exportarse. Ni siquiera expresarse sin caer en una fanfarronada ¿Quién se atreve a afirmar que lo ha encontrado y mantenido cerca sin que huya a las primeras de cambio?
Madre de madre, que nunca lo dijo, sí que lo logró. Era el sentido de la vida quien la buscaba y se sentaba con ella al sol de unas mañanas en las que, aparentemente, no ocurría nada. Nunca le pidió gran cosa. Madre de madre tomó la vida como lo que es. Lo que viene y como viene, cuando quiere. Y, de esa forma, le sacó todo el sentido. A la vida.