Margarita está comprando fruta. La he visto al pasar por la cabecera de las harinas y ya se me ha ido lo demás de la cabeza. Así que llevo aquí veinte minutos y solo he echado al carro la leche y el caramelo líquido. Ella ya no está, claro. Pagó en Caja hace ya rato y se largó en su bonito coche blanco. Yo me quedé aquí dando vueltas sin saber si coger unas manzanas, ponerme en la cola detrás de ella, salir a aparcar mi coche al lado del suyo o seguir luciendo carrito, que para otra cosa de momento no me sirve. Por los siglos de los siglos.
Dos horas después he conseguido salir del súper. Creía que no lo conseguiría pero finalmente llevo casi todo lo que había pensado comprar. Ahora cuando llegue a casa y coloque la compra, me daré cuenta de que olvidé coger el azúcar, que lo compro blanco porque moreno no es, que lo tintan y eso lo sé, de buena tinta. Eso sí, antes de cerrar el maletero del coche me daré con él en la cabeza. Es la manía que tengo de hacer las cosas en la puerta de casa mirando las ventanas de Margarita, a lo lejos. Somos casi vecinos y me gusta verla salir en su coche blanco, casi tan bonito como ella.
Cada cosa en su sitio menos el azúcar, que se quedó llorando amargamente en la cabecera opuesta a la de las harinas, cuando vi a Margarita escogiendo manzanas, peras y melocotones. ¿Qué tomará Margarita? ¿Café o té? No lo sé pero lo que es seguro es que lo toma con mucho azúcar, tanto que se le acaba en casa y con las prisas casi siempre olvida cogerlo de su cabecera, cerca de la sección de frutería. Por eso ha venido a mi puerta, justo hoy que no tengo, ni blanco, ni moreno, ni en sobres ni en dados. Cualquiera me hubiera valido, aunque fuera tintado.