Es la misma calle de siempre. Paso por ella desde hace años, desde que era pequeñita. Primero, la cogía para ir al Colegio, siempre con mi hermano al lado. Unos metros antes de la puerta de entrada, había una tienda de chuches y palmeras de chocolate. Íbamos por las tardes a comprar allí y luego solíamos jugar al elástico. Incluso cuando éramos dos, aprovechando los barrotes de las verjas de la escuela, que llegaban hasta el suelo. Tiempo más tarde, cogía esta calle para ir al Instituto, que estaba más arriba, aunque desde el patio del Colegio ya se oían las motos de los niños que siempre intentaban acercarse en el recreo para decirnos algo. Qué cosas. Pasamos tardes en el parque en el que esta calle muere, antes de cambiar de nombre y proseguir con recuerdos de otra gente. Los bancos, que eran metálicos, se movían y solíamos enfrentarlos, para así sentarnos en grupo.
Ahora cojo esta calle cuando me deja el bus que me trae de la Facultad. Es la misma calle de siempre. Pero desde hace una semana hay una sombra, o a mí me lo parece. Son las diez de la noche y solo reconozco algunos coches aparcados, que son los últimos de siempre. El Polo de Ernesto, el viejo Kadett de Elena, el Ibiza de Marcos. Y esa sombra que se me antoja detrás, que casi respira en mi nuca. Aprieto los libros contra el pecho, aprieto el paso, a pesar del medio tacón. Pero no logro liberarme de ella, que ya sabe que camino más deprisa porque, tras de mí, escucha el ritmo acelerado de mis zapatos en la acera. Una sí, otra no, ésta cocodrilo, ésta casa, decíamos mi hermano y yo al pisar las mismas baldosas, camino al Colegio, ahora oscuro y con las persianas medio bajadas, vacío. Qué frías son las escuelas por las noches. Han perdido su alma y no sirven para nada cuando no hay nadie. Una sí, otra no, recuerdo y me repito. Para olvidarme de la sombra que casi me toca. Creo que está a mi lado. No quiero mirar a la derecha. Si miro estará. Ya no está la tienda de las palmeras de chocolate. Adela murió y los hijos se marcharon del barrio. Dejaron solo a su padre porque su padre los había dejado solos siempre, a cambio de cuarenta centímetros de barra que había alquilado en el bar de la esquina, de los que hizo su casa. Adela me quitaría esta sombra. Ahora es una tienda de telefonía.
La he visto reflejada en el cristal del escaparate. Confundiéndose con los falsos móviles. Me ha mirado por un momento. No puedo apretar más mis libros contra mi pecho. La sentí, casi me tocó y me ha mirado hace un momento. No quiero llegar al parque. Ya no veré aquellos bancos metálicos ni estarán allí Jose, Berta, Alicia ni PacoPepe. Ni yo. Aunque puedo estarlo. Sentarme en uno de los nuevos, atornillados al suelo para que nadie vuelva a juntarse en grupo. Por qué no sentarme con la sombra y hacerle cara. Preguntarle quién es y qué quiere y por qué ha venido a esta calle. Es la calle de siempre. El parque está cerrado. No recordé mientras caminaba deprisa que hacía ya tres años que lo encerraron entre verjas.
Detenida, me mira fijamente. La tengo justo delante. Es alta, como yo. Oscura, porque es una sombra. Cercana, casi yo. Camino, pero ella no se aparta. Retrocede a medida que avanzo, sin dejar de mirarme a los ojos, de tocarme con esas manos, casi sin dedos. Traspasa mi piel y la siento en mis huesos. No me dejará llegar a casa. Por qué no quiere que llegue a casa, no lo sé. Para qué llegar, de todos modos. Ya no está mi hermano. Me cuesta hacerme a la idea. Y ellos hace tanto tiempo que faltan. Está junto a mí, pero no me hace daño. No quiere eso. Tiene mi mano cogida cuando camina a mi lado. Sus piernas, borrosas, se confunden con la noche y las baldosas, que no han cambiado. Sus piernas se alternan. Una sí, otra no, ésta cocodrilo, ésta casa. Mi hermano. Junto a mí. Conmigo.