El jefe de gabinete inspeccionó los papeles que su delegado había escrito horas antes, siguiendo sus instrucciones. La redacción era pésima. Incluso fue incapaz de leer algunos párrafos. A pesar de ello, era perfecto así que dio la orden para que lo emitieran en el próximo boletín.
No tardaría más de diez minutos uno de sus consejeros en comunicarle lo bien que siempre hacía su trabajo y, para cuando abandonaba su despacho con el maletín oficial, impoluto y vacío, un coro de palmeros aplaudía incesantemente. A su paso, escuchaba una y otra vez los cumplidos de sus subordinados. Lejos quedaba aquel tiempo en el que llegó a concluir algún que otro proceso deductivo con cierta brillantez. Aunque ya apenas recordaba lo que ocurría en aquellos primeros meses.
El coche lo dejó cerca de casa. Le gustaba llegar andando, con la cabeza bien alta, observando las ventanas iluminadas de la ciudad, imaginando a sus habitantes felices, escuchando los comunicados que su equipo confeccionaba sin otro fin que mantenerlos así, unidos en torno a una mesa, impertérritos frente al vidrio de la única ventana al mundo que había dejado viva. Con esa suave sonrisa que lo llevó al éxito, meneaba su cabeza de un lado a otro, comprobando, chequeando, asegurándose de que todo estaba según él había planeado. Su visión funcionaba y la calle, a esas horas, era absolutamente suya, de sus pasos, de sus intenciones, de su soberbia, de su insoportable moral de fachada, apalancada tras unas palabras huecas que cambiaron la lucha por la pedagogía de la ignorancia; acertado cambio, bendito cambio. Y de esta manera, noche tras noche, elaboraba un nuevo borrador para el comunicado del día siguiente, tan hueco como el maletín oficial que todas las mañanas ella preparaba para él, para el macho moralmente superior, que comprendía que este mundo necesitaba de sus acciones, para que el resto comprendiera que todos somos iguales. Ahora ya lo sabemos, porque él nos lo dice una y otra vez en sus comunicados.
Al volver de la cocina, tras preparar un poleo menta, sorprendo a mis padres leyendo esta historia y me preguntan por qué me ha dado por escribir cosas de antes.